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Meses más tarde, tío y sobrino volvieron a reencontrarse. Juan de Argés, cuerdo, cojo y avergonzado de su antiguo proceder, presentose ante don Fadrique vestido con tosco atuendo de peregrino, implorándole bendición para iniciar una larga andadura penitencial sin retorno.

Rumbo a Valencia, Juan dejó atrás Castilla, recibiendo de cuantas almas encontraba por el camino trato de mendigo o maleante, de lunático o santón, según quienes los juzgasen; sabias lecciones de humildad y testimonios de fe que hicieron más mella en él que los sermones de su anciano tutor. De su corta estancia en Utiel llevose consigo el recuerdo de hospitalarios amigos que lo instaban a quedarse allí como un miembro de la comunidad. Pero la razón de aquel viaje no era rehacer su vida lejos de Argés, sino inmolarla en martirio cuando, desde las costas valencianas, arribase a tierra infiel donde predicaría la palabra de Cristo hasta el último suspiro.

A la sombra del castell de Cullera, el peregrino castellano descubrió el mar cuya textura añil, bruñida por la luz de mediodía, tachonaba las aguas de espejuelos parpadeantes. La nitidez del firmamento, limpio de brumas, el aroma que desprendía la brisa y el cadencioso murmullo del oleaje que al llegar a la orilla se desmadejaba dibujando filigranas de espuma, estrías sobre la arena húmeda, lo hizo hincarse de hinojos en la playa y bendecir la magnificencia del Creador. Le pareció casi un sacrilegio que aquel anticipo del paraíso hubiese sido, tres años antes, escenario de crueles matanzas y expolios, perpetrados por piratas argelinos al mando del sanguinario Dragut. No había familia en el pueblo que no guardase luto o esperara el rescate de algún pariente cautivo y la recuperación de ajuares y reliquias que formaron parte del botín. También persistía el miedo a una nueva invasión. "Desde aquí embarcaré a Argel", pensó Juan, sin prever los designios de la Providencia.

En eso estaba el burgalés, cuando unos susurros procedentes de una cueva próxima, oculta tras unos matorrales, lo sacaron de su ensimismamiento. Tal vez lo espiaban. Para salir de dudas aproximase con extrema cautela, enarbolando el bastón de peregrino, mientras preguntaba a voces:

- ¿Quién anda por ahí?

Silencio. Si acaso, un leve chasquido, una misteriosa exhalación, soplo de espíritus...

Dispuesto a defenderse de hombres y fantasmas a bastonazos, Juan apartó la maleza y cuál no sería su asombro al descubrir en la boca de la caverna dos pequeñas imágenes semienterradas entre la arena. Las tallas eran de diecinueve centímetros aproximadamente y a una de ellas le faltaba un brazo. De pronto, turbado por las extrañas circunstancias del hallazgo, precedido de aquellos murmullos que asoció a mensajes sobrenaturales, el peregrino postrose de rodillas, preso de un éxtasis revelador. Era voluntad divina, según dedujo al despabilarse, que una de las piezas encontradas la entregara a las autoridades eclesiásticas de Cullera y que él regresase a Utiel con la segunda, para ser ésta objeto de culto y el propio Juan su devoto ermitaño. Los renglones torcidos de Dios lo abrumaron, pero incapaz de enderezarlos a antojo suyo, el burgalés llevose consigo la íntegra, confiando la imagen manca al cura de Cullera.

Libre de una muerte segura a manos de los sarracenos y elegido por la Providencia para tan dignísima encomienda, Juan de Argés deshizo su andadura hasta Utiel donde los vecinos lo acogieron a él como hijo pródigo, y a la Virgen como huésped celestial, digno de fervorosa devoción popular.

Sin embargo, ahí no acaban los prodigios de esta historia.

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