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-Mi ama, doña Beatriz, me manda comunicaros que su hijo está agonizando a consecuencia de un accidente y requiere vuestra presencia para que lo oigáis en confesión y le administréis los Santos Oleos.

El relato estremeció a don Fadrique. Al parecer, Juan había merecido con creces la ira de Dios.

El día anterior, Domingo de Ramos, bajo un resplandeciente sol que caldeaba por primera vez el Valle de Manzanedo después de un gélido invierno, cuando los vecinos de Argés salían de misa, tres jinetes irrumpieron a galope en la plaza, gritando como posesos. Aureolados de una nube polvorienta y más enloquecidos que las propias cabalgaduras suyas, proferían gritos salvajes, insultos a los perplejos fieles, obscenidades y blasfemias, fruto quizá de desvaríos etílicos. Al frente de ellos iba Juan sobre una yegua esbelta y nacarada, indomable o furiosa a consecuencia de los fustazos recibidos. Su encabritamiento provocó el pánico y las risotadas también de los otros dos caballeros que hostigaban al señor de Argés, instándole a que domara el genio del animal. La gente corría despavorida en busca del único acceso a la plaza, una angosta calleja que dificultaba la evacuación. De pronto, un aguerrido herrero logró agarrar las bridas de la potranca, cuyas argentinas crines sacudió a diestra y siniestra hasta aquietarse. Juan de Argés, contrariado porque la apuesta pactada con los compañeros suyos era amaestrarla él aunque fuera a costa de su vida de atropellos ajenos, le increpó:

-¿De dónde sacas tanta fuerza viejo?
- De mi cordura, señor.
-¿Cómo te atreves? ¡Suéltala, insolente!

El hombre, espoleado por el genio que infunde la defensa de la propia dignidad, desobedeció.

- A hora tan temprana, tenéis mal vino, don Juan -dijo- y peor corazón si no reconocéis que he querido sacaros de un aprieto a vos y evitar una masacre.
- A ver si tu cordura aguanta ésto, imbécil -fue la respuesta. Y sin más explicaciones, Juan de Argés descargó la fusta sobre el herrero varias veces.

La jaca, entonces, libre, confundida, aguijoneada por las inclementes espuelas del jinete, hizo justicia, derribándolo de la montura, con tan mala suerte que éste, al caer, quedose enganchado del estribo y a merced del galope que emprendió la yegua entre la multitud, hasta que el otro par de caballistas la detuvieron a media legua del pueblo.

La noble casa, sumida en tinieblas por voluntad de su dueña a quien ofendía cualquier indicio -un ruido, una voz o un simple rayo de luz solar- que le recordase el fluir de la vida cotidiana al otro lado de los postigos, exudada muerte. La atmósfera era irrespirable, densa y olorosa debido a la falta de ventilación y al tufillo que despedían algunos cirios, sangrantes de cera líquida. De vez en cuando un susurro anónimo, unos pasos leves, el rezo de unas letanías emergidas del oratorio o los suspiros de las criadas, eventuales plañideras que coreaban el llanto de doña Beatriz, rompían el silencio.

A solas con el moribundo, don Fadrique lo absolvió de sus pecados sin conseguir que aquel despojo humano articulase más que un ronco gemido a modo de arrepentimiento. Luego, administrole la Extremaunción.

Durante diez días, el canónigo fue huésped de su desconsolada sobrina, a la espera de que se produjera el óbito.

Ambos incluso acordaron los detalles del solemne entierro, misas y responsorios. Pero transcurrido ese tiempo, el deán regresó a Burgos tras anunciarles los doctores una inexplicable mejoría del enfermo, cuyas heridas comenzaban a cicatrizar.

- La fiebre remite, pero persiste el peligro de que pierda la razón. Roguemos a Dios que no. Lo único cierto es que, si se salva, cojeará de por vida.

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